Existen
varias posibilidades de afrontar el hecho de que toda la vida, y por tanto también
la de las personas que no son queridas y la propia vida, tiene un fin. Se puede
mitologizar el final de la vida humana, al que llamamos muerte, mediante la idea
de una posterior vida en común de los muertos en el Hades, en Valhalla, en el
Infierno o en el Paraíso. Es la forma más antigua y frecuente del intento
humano de entendérselas con la finitud de la vida. Podemos intentar evitar el
pensamiento de la muerte alejando de nosotros cuanto sea posible su indeseable
presencia: ocultarlo, reprimirlo. O quizás también mediante la firme creencia
de la inmortalidad personal -"otros mueren, pero no yo"-, hacia lo que
hay una fuerte tendencia en las sociedades desarrolladas de nuestros días. Y
también podemos, por último, mirar de frente a la muerte como a un dato de la
propia existencia; acomodar nuestra vida, sobre todo nuestro comportamiento para
con otras personas, al limitado espacio de tiempo de que disponemos. Podemos
considerar una tarea hacer que la despedida de los hombres, el final, cuando
llegue, tanto el de los demás como el propio, sea lo más liviano y agradable
posible, y suscitar la pregunta de cómo se cumple tal tarea. Actualmente es ésta
una pregunta que tan sólo unos cuantos médicos se plantean de una manera clara
y sin tapujos. En la sociedad en general, la cuestión apenas se plantea.
Tampoco se trata únicamente del adiós definitivo a la vida, del certificado de
defunción y el ataúd. Muchas personas mueren paulatinamente; se van llenando
de achaques, envejecen. Las últimas horas son sin duda importantes. Pero, a
menudo, la despedida comienza mucho antes. El quebrantamiento de la salud suele
separar ya a los que envejecen del resto de los mortales. Su decadencia los
aisla. Quizás se hagan menos sociables, quizás se debiliten sus sentimientos,
sin que por ello se extinga su necesidad de los demás. Esto es lo más duro: el
tácito aislamiento de los seniles y moribundos de la comunidad de los vivos, el
enfriamiento paulatino de sus relaciones con personas que contaban con su
afecto, la separación de los demás en general, que eran quienes les
proporcionaban sentido y sensación de seguridad. La decadencia no es dura únicamente
para quienes están aquejados de dolores, sino también para los que se han
quedado solos. El hecho de que, sin que se haga de manera deliberada, sea tan
frecuentemente el aislamiento precoz de los moribundos precisamente en las
sociedades desarrolladas, constituye uno de los puntos débiles de estas
sociedades. Atestigua las dificultades que encuentran muchas personas para
identificarse con los viejos y los moribundos.
No cabe duda de que el ámbito de la identificación es hoy más amplio que
tiempos pretéritos. Ya no consideramos una distracción dominguera contemplar
personas ahorcadas, descuartizadas o sometidas al suplicio de la rueda. Vamos a
ver partidos de fútbol y no peleas de gladiadores. En comparación con la Antigüedad,
ha ido en aumento nuestra capacidad de identificación con otros seres humanos,
la compasión con sus sufrimientos y su muerte. Contemplar cómo leones y tigres
hambrientos van despedazando y devorando a personas vivas, cómo unos
gladiadores se esfuerzan denodadamente por engañarse, herirse y matarse, difícilmente
podría seguir siendo un entretenimiento para el tiempo de ocio que esperásemos
con la misma alegre impaciencia que los purpuradores senadores de Roma y el
romano pueblo. Ningún sentimiento de igualdad unía, según parece, a aquellos
espectadores con los otros seres humanos que, allá abajo, en la arena
ensangrentada, luchaba por su vida. Como es sabido, los gladiadores saludaban al
César al entrar con el lema "Morituri te salutant". De hecho, algunos
césares llegaron a creer que, cual dioses, ellos eran inmortales. Habría sido
más exacto si el grito de los gladiadores hubiera sido: "Morituri
moriturum salutant". Pero es probable que en una sociedad en la que pudiera
decirse tal cosa no existieran ya ni gladiadores ni César. Poder decir una cosa
semejante a los gobernantes -a ellos que, todavía hoy, siguen teniendo potestad
sobre la vida y la muerte de innumerables seres humanos- requiere una
desmitologización de la muerte, una conciencia mucho más clara de la que hasta
hoy se ha podido alcanzar de que la humanidad es una comunidad de mortales y que
los seres humanos sólo pueden, en su menesterosidad, recibir ayuda de otros
seres humanos. El problema social de la muerte resulta sobremanera difícil de
resolver porque los vivos encuentran difícil identificarse con los moribundos.
La muerte es un problema de los vivos. Los muertos no tienen problemas. De entre
las muchas criaturas sobre la Tierra que mueren, tan sólo para los hombres es
morir un problema. Comparten con los restantes animales el nacimiento, la
juventud, la madurez, la enfermedad, la vejez y la muerte. Pero tan sólo ellos
de entre todos los seres vivos saben que han de morir. Tan sólo ellos pueden
prever su propio final, tienen conciencia de que puede producirse en cualquier
momento, y adoptar especiales medidas -como individuos y como grupos- para
protegerse del peligro de aniquilamiento. Esto ha sido desde hace milenios la
función central de la convivencia social entre los hombres, y lo sigue siendo
hoy en día. Pero entre los mayores peligros existentes para el hombre se
encuentran los propios hombres. En nombre de esa función central de protegerse
del aniquilamiento, unos grupos humanos amenazan a otros grupos humanos una y
otra vez. De siempre, las formaciones sociales humanas, la vida común de los
hombres en grupos, ha tenido una cabeza de Jano: pacificación hacia dentro;
amenaza hacia fuera. También en otros seres vivos, el valor que para la
supervivencia tiene la formación de sociedades ha conducido a la constitución
de grupos y a la adaptación del individuo a la vida en común como fenómeno
permanente. Pero, en su caso, la adaptación al grupo en el que viven se basa en
gran parte en formas de conducta predeterminadas genéticamente o, a lo sumo, en
pequeñas variaciones aprendidas de un comportamiento innato. En el caso de los
seres humanos, el balance entre la adaptación a la vida del grupo adquirida y
no adquirida se ha invertido. Las disposiciones natas de la vida con los demás
requieren ser activadas mediante el aprendizaje. Por ejemplo, la disposición
para hablar se activa mediante el aprendizaje de una lengua. Los seres humanos,
no sólo pueden, sino que deben aprender a regular su modo de comportarse unos
con otros atendiendo a las limitaciones o normas especificas del grupo. Sin
aprender no pueden funcionar como individuos ni como miembros del grupo. En ningún
otro caso, esta afinación con la vida en grupos ha tenido, una influencia tan
profunda en la forma y desarrollo del individuo como en la especie humana. Pero
no son sólo las formas de comunicación o las pautas limitativas las que
difieren de una sociedad a otra. También lo hace la forma de experimentar la
muerte. Esta forma es variable y es específica de cada grupo. Por natural e
inmutable que les parezca a los miembros de cada sociedad en particular, se
trata de algo aprendido.
Pero lo que crea problemas al hombre no es la muerte, sino el saber de la
muerte. No hay que engañarse: una mosca atrapada entre los dedos de una persona
patalea y se defiende como un hombre en las garras de un asesino, como si
supiera el peligro que le aguarda. Pero los movimientos defensivos de la mosca
en peligro de muerte son innatos, herencia de su especie. Una mona puede llevar
consigo durante algún tiempo a un monito muerto, hasta que en algún punto se
le cae y lo pierde. No sabe lo que es morir. Ignora la muerte de su hijo como la
suya propia. En cambio, los hombres lo saben, y por eso la muerte se convierte
para ellos en problema.
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